APÓCRIFO ALEMÁN. Seis poemas encontrados, presentados y traducidos por... Tamaño: 12x17 cms. Páginas: 28. Encuadernación: rústica en cartulina Creysse con cartela pegada en papel verjurado Svecia Antiqua.
Impresión a dos tintas en papel verjurado. Cosido a mano.
Primera edición (80 ejs. numerados).
Año: 2008.
PVP: 18 €
PRESENTACIÓN
En el decenio de 1980 vagaban tres fantasmas por las calles de Ginebra, en el espacio comprendido entre la estación de Cornavin y la Plaza Nueva. Yo era uno de ellos. Los otros dos eran Julio Cerón, ex diplomático, ex conspirador, ex funcionario y dueño de un castillo francés, y un hijo del romanista Arias Ramos, maestro nacional él y autor de un mapa de calzadas romanas de España que lo había enemistado con todos los eruditos y arqueólogos e historiadores a los que había tratado de mostrárselo. Este Arias, cuyo nombre de pila no recuerdo, pacifista hidrófobo y asceta vegetariano, era autor y protagonista de una novela titulada El encartelado. Dicho de otro modo, primero escribió su novela en París, donde residía, la publicó a sus expensas y acto seguido marchó a Madrid, donde transformado en hombre sandwich, o sea, con dos grandes pancartas a guisa de escapulario en las que exigía democracia, libertad, derechos humanos y otras cosas igualmente razonables, se puso a pasear con aire desafiante ante la puerta del Ministerio de la Gobernación, en cuyas dependencias no tardó en ingresar. Posteriormente se instaló en La Línea, con el propósito de obligar a las autoridades a abrir la verja del Peñón. Tanto él como Cerón trabajaban como temporeros en Ginebra, uno para financiar sus campañas humanitarias y el otro para sostener su castillo francés. El tercero en discordia, o sea yo, hacía lo propio aunque con finalidades más modestas y egoístas que sostener castillos o financiar campañas. El caso es que, alojados en modestos hoteles donde sólo se cabía para dormir, pasábamos las horas de asueto deambulando meditabundos por las calles de la ciudad poniendo sumo cuidado en que nuestros respectivos itinerarios no confluyeran ni se cruzaran. Una sevillana, algo parienta mía y más bella que culta, solía pasar los veranos con su familia en San Sebastián, donde eran vecinos de la familia Lojendio, cuyos hijos eran serios, estudiosos y poco comunicativos, y ella y sus hermanas les pusieron el apodo de «Los transiturnos». Por eso, cada vez que vislumbraba a Cerón o a Arias al final de una calle o a la vuelta de una esquina, me acordaba de los Lojendio antes de cambiar de acera o de meterme en la siguiente bocacalle. Ellos hacían otro tanto, pues les importaba tanto como a mí mantener su condición de transeúntes taciturnos, o «transiturnos», como diría mi paisana. Esta situación no duró más allá de un otoño o un invierno. El caso es que al llegar el verano y volver yo a orillas del lago, mis dos fantasmas, hijos al fin y al cabo de la bruma y la niebla, se habían disipado, y respiré diciendo: «¡Al fin solo!». Pronto saldría de mi engaño, pues no en vano tenía siempre a un romántico alemán de breviario o de libro de cabecera, y me eran ahora tan familiares la sombra de Peter Schlehmil y el Estudiante de Praga como en el pasado invierno me lo habían sido mis dos «transiturnos». Yo solía ir por las tardes a la plaza de la Petite Fusterie a tomarme un té frío bajo los plátanos, frente al lago y los puentes, entre al murmullo de la fuente y el jubileo de los gorriones. Mentiría si dijera que volvía a ver «transiturnos» o sombras románticas, pero lo que sí puedo asegurar es que a veces tenía la sensación de ser espiado y seguido. Por un momento pensé si también yo tendría un Doppelgänger, un doble, y que aquél que presuntamente me perseguía y me espiaba no era más que un desdoblamiento o una proyección de mi personalidad. De pronto, con un sobresalto, me volvía a mirar los ojos que se me clavaban en la nuca, pero no veía a nadie, y di en pensar si no serían aquéllos los primeros síntomas de la esquizofrenia de los que van por la vida de «ciudadanos del mundo», como mis amigos los «transiturnos» por ejemplo. Una manifestación de esa esquizofrenia era la fiebre balcanizante desatada en la Península Ibérica, cuya secuela más notoria era la babelización de la lengua y la literatura, en virtud de la cual vates de nota repudiaban el castellano y se ponían a escribir en dialectos que hasta entonces ignoraban o despreciaban. La verdad sea dicha, nadie menos inmune que yo a esa neurosis, aunque en mi caso lo cosmopolita primara sobre lo tribal. El caso es que una tarde, cuando me disponía a pagar y marcharme, la camarera que venía hacia mí al parecer, pasó de largo para atender a otro cliente situado a mis espaldas. Por fin pagué, me puse de pie y me volví por si el otro cliente estaba aún allí. No había nadie, pero en el velador había un ejemplar de Die Neue Zürcher Zeitung. Lo tomé para darle un vistazo y, cuando ya estaba en el hotel y me puse a leerlo, se cayeron de sus páginas unas cuartillas mecanografiadas y escritas en alemán. Todas mis pesquisas por dar con el autor resultaron vanas y, por eso, lo único que hago al cabo de los años es darlas a la estampa con la esperanza de que el autor, si es que aún vive, se haga vivo, como decimos en Italia, y reivindique su autoría. De la versión al castellano respondo yo.
A. D. «Viñamarina», julio 2006
NOTA BENE: Una de las ventajas de la lengua alemana es que un solo verbo, erfinden, significa a la vez descubrir e inventar.