Fotos en blanco y negro en interior. Foto de cubierta de María Luisa Pemán. Ilustración del colofón de María García Durán.
Tamaño: 14x20. Páginas: 208. Encuadernación: rústica con sobrecu- bierta a dos tintas.
Año: 2007.
PVP: 18 €
«El Altillo» era una antigua finca de recreo en cuyo interior, como en un universo mágico, vivieron siete niñas, miembros de una familia de la alta sociedad jerezana. Rodeadas de institutrices, primos, criados y parientes, su infancia transcurre feliz en un ambiente un tanto victoriano. Pero, al hacerse mujeres, aquel lugar paradisíaco se cierra sobre ellas misteriosamente, condenándolas a una inexplicable reclusión. La ciudad murmura: que no las dejaron casarse, que tenían una madre siempre enferma, que no salían nunca, que eran muy raras… Aquellas virtuosas damiselas tuvieron un penoso y trágico final, agravado por el dolor de ver que «El Altillo» —que fue todo para ellas, su único mundo— les es expropiado con fines urbanísticos. Entonces el mundo se derrumba sobre sus frágiles espaldas. Esta historia real es recreada por una sobrina, Begoña García González-Gordon, quien, movida por la curiosidad, recuperó las historias y anécdotas que aquí se cuentan, esperando que nos revelen el secreto de por qué se cernió una leyenda sobre aquel lugar, sobre aquellas niñas. Como en su libro Una vida en Doñana, evoca una forma de vida irrepetible que pertenece ya al pasado, para que no se pierda para siempre.
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ENTREVISTA A BEGOÑA GARCÍA GONZÁLEZ-GORDON, por Alfredo Valenzuela (ABC Sevilla, 14/10/2007, p. 26)
«La nostalgia me impulsa a rescatar mundos en trance de desaparecer»
-¿El Altillo fue una especie de Macondo jerezano? -No imagino a las hadas pululando por Macondo. -¿Una familia como la de las Niñas del Altillo podría haberse dado fuera de Jerez? -Siete mujeres enclaustradas en un jardín cerrado, constituyen un universo en sí mismo. La ciudad sólo es el suelo, el terreno donde fructifica la leyenda, abonada por el humus fertilísimo de las habladurías. El Jerez de los bodegueros le presta a la leyenda una geografía, un momento histórico, una cultura anglófila; que no es poco. -¿Cree que el Altillo podría haberse preservado, pese al ensanche de Jerez? -No sólo podría, debería preservarse lo que aún queda. Hay lugares tocados por la magia y El Altillo era -es todavía- uno de ellos. Pero los gobernantes suelen estar demasiado ensimismados para percibirla. Los mundos que las personas conforman, mueren con ellas, sin embargo El Altillo no murió de muerte natural, alguien precipitó su muerte. Blanca, la única superviviente de las siete hermanas, está muy viva a sus 93 años. Viva y sufriendo. Me rebela el inmenso dolor inflingido a las hermanas. Sin necesidad. Hacer sufrir -sobre todo persiguiendo intereses personales- lo encuentro tremendo. -¿Si no se respetó la finca, fue porque el alcalde Pacheco tenía otras sensibilidades? -Sí, eso, «sensibilidades». La de hacer su antojo sin mirar atrás ni a izquierda ni a derecha. La de despojar a unas ancianas de su mundo, de aquello que lo fue todo para ellas. La «sensibilidad» de destruir un jardín con historia, con sabor, con personalidad, para sustituirlo por otro de nueva creación tan impersonal que lo mismo sirve aquí que en Pernambuco. No creo en la bondad, ni en la necesidad de la expropiación. Podría haber esperado a que murieran. Haberles evitado el sufrimiento. Pero no. El poder tiene siempre mucha prisa para lo que al poder le conviene. Y le convino expropiar. Para añadir un parque público, precisamente, a una de las zonas más verdes y ricas de la ciudad. Y al ladito, además, de otro parque «enorme» como es el de la feria. Pero la expropiación incluyó unos terrenos. Terrenos donde hay -ya- construidos muchos pisos y unifamiliares y adosados. Yo no sé, pero a mí me huele a chamusquina. -¿Las familias numerosas resultan más literarias? -No me dirás que un hijo único no tiene chicha.... -¿Tiene predilección por la gente extravagante? -Depende de cómo sean, además de extravagantes. Pero la extravagancia siempre divierte y entretiene. O provoca compasión, o admiración, o simpatía o desprecio. Nunca es neutra, por eso me interesa. -¿Hay cárceles de rejas invisibles? -Muchas. Y, como todos los fantasmas, son terribles. -¿Tenerlo todo no es garantía de felicidad? -La felicidad -creo- depende más que nada de una única posesión, un alma bien provista. Es lo único capaz de defendernos de los demonios de dentro y los de fuera. -¿Hubo una época en la que el matrimonio fue una liberación? -El matrimonio, hoy como ayer, es una fuente inagotable, da para todo. Puede liberar y esclavizar, hacerte feliz y desgraciada, solucionarte la vida o complicártela. En mi caso, soy partidaria. Llevo casada 25 años. -¿La felicidad de hoy es muy distinta a la de hace cien años? -¡Como si la felicidad no estuviera hecha del material intangible, escurridizo e inalcanzable de los sueños! -Cuesta trabajo imaginar a una de las niñas del Altillo carteándose con Brigitte Bardot ¿Vio usted esa correspondencia? -No la he visto, pero no dudes de que existió. Mis tías acabaron encerradas pero tenían los recursos de las personas de mundo, una educación exquisita, idiomas, fortuna, viajes. Y María, además, una gran sensibilidad. La volcó en los animales. Nada hay de extraño en que se carteara con alguien que compartía sus inquietudes, por muy Brigitte Bardot que fuese. -De haber sabido que «El Lute», en su huida, se escondió en su finca, ¿cree que las Niñas del Altillo le habrían auxiliado o le habrían denunciado? -Estoy convencida de que habrían dicho «pobrecito» y lo habrían ayudado. No sé si es wishful thinking -perdona el pegote pero es un término tan apañado que decir «pensar aquello que se desea» me resulta farragoso-. Las leyendas, como los cotilleos, suelen tener una base de verdad. Aunque sea una pizquita. -¿Se sigue utilizando en Jerez el término «altillanada» para referirse a las rarezas de alguien, en alusión a las Niñas del Altillo? -Sólo en mi entorno familiar. Por ahora. -¿Usted se reconoce alguna «altillanada»? -Más de una y más de dos. -Leí su libro por un elogio que le dedicaba Aquilino Duque, pero quería saber cuál es la principal satisfacción que le ha reportado, pese a tratarse de una pequeña edición, de ámbito casi local. -La nostalgia me puede. Y me impulsa a rescatar mundos en trance de desaparecer, para que no se pierdan del todo. Fue lo que hice también con mi anterior libro Una vida en Doñana, que ahora se reedita. Es una contribución pequeña pero, para mí, valiosa. Aparte de ese placer, más bien íntimo, está el halago, el reconocimiento, que es delicioso. -De todas maneras, no parece Jerez el lugar más apropiado para labrarse una carrera literaria ¿no? -Hablar de labrarse una carrera literaria son palabras mayores, ¡aunque sólo fuera por mi edad!, de ahí mi gratitud hacia mis editores, Manolo Romero Bejarano primero y Abel Feu con «Los Papeles del Sitio» después. En cualquier caso escribir es cuestión de encerrarse. Y como en Jerez el tiempo cunde, porque es una ciudad cómoda y no muy grande, resulta más fácil. -Tiene fama de ciudad clasista ¿lo es? -Yo diría que cada vez menos. -¿Lo que queda del Altillo será arrasado? -Todavía queda la casa y un trozo de jardín. Son un cachito de historia de Jerez. Con un poquito de voluntad política y otro poquito de imaginación, podrían conservarse. Me encantaría. Y sería un consuelo para Blanca, una especie de desagravio después de tanto sufrimiento. A pesar de la decrepitud, las hadas siguen campando por El Altillo. Y haciendo travesuras. Aunque a veces estén un poco amodorradas.
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Francisco Correal «Desde Santurce a Jerez» (Diario de Sevilla, 28/12/2007)
EL 1 de enero de 1908 Cristóbal de la Quintana y Margara González Gordon contrajeron matrimonio en la capilla jerezana de las Oblatas. El lunes se cumplen cien años de este hecho privado. Los novios eran primos hermanos y el cortejo amoroso se produjo en la ciudad francesa de Tours, donde ella estudiaba interna en un colegio de monjas y él estaba alojado en un hotel mientras perfeccionaba su francés. Con el inglés no había problemas: el padre del novio, Ricardo de la Quintana y Murrieta, era un vasco adinerado que trabajaba en Londres con firmas de Jerez. Los novios de aquella boda de Año Nuevo tuvieron siete hijas. Unas niñas muy singulares. Chicas de mundo, a juzgar por su perfil: jugaban al tenis, montaban a caballo, veraneaban en Santurce, hablaban un inglés impecable. Lo tenían todo para haber triunfado en sociedad: garbo, belleza, idiomas, estirpe. Vivían en una casa a la que llegó desde Inglaterra un Rolls Royce con el chófer puesto, un tal Hunter, aunque la guerra del 14 lo reclamó a filas y nunca volvió. El padre era la quintaesencia del dandy. Iba a misa en berlina; a la feria, en landó. Aquellas siete niñas se atrincheraron en un microcosmos llamado El Altillo. Sólo dos de ellas salieron, la mayor para casarse con un pretendiente cojo, descendiente del rey de Irlanda, aunque volvió cuando se quedó viuda; y Mercedes, la quinta, que presa de un arrebato místico, ingresó como monja en un convento de Segovia del que se exclaustró a la semana. La temprana enfermedad de la madre cambió los planes de futuro. Con la cuarta de la saga interrumpen la costumbre de viajar a Inglaterra. La patria idiomática de una retahíla de nannys o institutrices: Miss Byrne, que además de inglés les enseñó a hacer punto y murió con 104 años; Miss Burke, que procedía de las Irlandesas y acabó en un manicomio en Gibraltar; o Miss Cox, que había vivido en Singapur. La endeble salud de la madre hizo que a Casilda, la mayor, la amamantara un ama de cría de Bilbao. Para criar a Margara, la cuarta, trajeron a una mujer de Bollullos del Condado. Esta historia es Memorias de África en Jerez. El papel de Isak Dinesen lo ha hecho mi amiga Begoña García González-Gordon. En Las Niñas de El Altillo, la historia de un paraíso destruido por el tiempo y un alcalde, le ha salido una involuntaria y extraordinaria novela. No desentona la compañía de Chesterton (La superstición del divorcio) entre los libros editados por Los Papeles del Sitio. La estampa de las siete niñas, monjas traviesas, yendo a misa en bicicleta al requisarles tras la guerra los coches es una estampa proustiana. Y Begoña ha narrado con la maestría de su paisano Caballero Bonald (Ágata ojo de gato) la molicie que deja el paso del tiempo.